Los monos y los pingüinos le hacían reír, los elefantes se ganaban una pausa, pero King anclaba sus visitas. Daniel pensaba a menudo en cuánto de la infancia de su hijo se medía en esas mañanas de sábado, en el modo en que la fascinación de un niño se aferraba a un solo león.
Entonces llegó el día en que algo cambió. King no estaba en su lugar habitual junto a la roca, tomando el sol como si fuera su trono. En cambio, estaba en el rincón más alejado, pegado a la pared. No caminaba, no miraba a la multitud, ni siquiera movía la cola. Apenas se movía.