Desde detrás del cristal reforzado, observaron cómo dos cuidadores se acercaban sigilosamente con los rifles tranquilizantes en alto. Cada sonido parecía amplificado en el silencio: el suave arrastrar de las botas sobre la grava, el chasquido de un seguro al ser desactivado. Noah se agarró al brazo de Daniel, con los ojos muy abiertos y sin pestañear.
«Por favor, no le hagas daño», susurró, aunque nadie le había prometido que no sentiría dolor. King yacía inmóvil en su rincón, con su melena como un halo oscuro bajo el resplandor de las luces. Un cuidador levantó el rifle, afinó la puntería y exhaló. El dardo tranquilizante brilló bajo el haz de luz, listo para volar.