Todos los sábados por la mañana, Daniel cogía la pequeña mano de su hijo mientras cruzaban las puertas del zoo. La rutina se había convertido en algo sagrado en sus vidas, un remanso de calma en el que las preocupaciones de la semana pasaban a un segundo plano.
Siempre pasaban junto a la pequeña manada de perros callejeros que merodeaban cerca de las puertas de servicio, chuchos a los que los cuidadores a veces arrojaban sobras cuando no había visitantes mirando. Noah a menudo se detenía para observarlos, curioso, pero Daniel le daba un suave tirón y le recordaba: «Vamos, campeón. Sé dónde quieres estar de verdad»