Las semanas se alargaron. Se llamó varias veces a las autoridades escolares y, ocasionalmente, a la policía, pero como nadie les había pillado haciendo la travesura, no había mucho que hacer. Los padres ponían excusas o se encogían de hombros impotentes; los chicos hilaban mentiras con lenguas veloces. Los jardines destrozados se convirtieron en la nueva norma.
Una noche, los chicos se llevaron el carillón de viento que adornaba el porche de Magnolia, el que le había regalado su difunto marido. Al amanecer, encontró los trozos rotos esparcidos por el camino. Los apretó en la palma de la mano. Para un observador, podría haber parecido lamentable, pero los más perspicaces podrían haber captado la determinación en sus ojos.