Connor se quedó helado, totalmente desprevenido ante unas palabras tan sencillas. Ni regañina ni amenaza airada, sino el mazazo de una serenidad absoluta. Tartamudeó para replicar, pero no se le ocurrió nada. Aquella calma deshizo su bravuconería mejor de lo que podría hacerlo cualquier castigo. Su mecedora siguió crujiendo, el sonido sustituyó cualquier respuesta que él hubiera podido dar.
Al final, los demás se lo llevaron a rastras. No se atrevieron a mirar hacia el porche. Algo en la quietud de su presencia les inquietaba más que todas sus travesuras juntas. Durante los días siguientes, los niños del vecindario señalaban y se reían cada vez que pasaban los Nightcrows, agarrándose el estómago al unísono.