O eso pensaron mientras salían a la noche, gritando de alivio. Connor lanzó migas al cielo como confeti. «¡Victoria!», gritó. La tripulación le hizo eco, ignorando que la lámpara de Magnolia seguía brillando en la ventana del salón. Se balanceaba silenciosamente en su silla, con las agujas chasqueando rítmicamente y los labios curvados en un tranquilo gesto de diversión.
La mañana en la escuela rebosaba fanfarronería. Los chicos se pavoneaban por los pasillos, dándose codazos unos a otros, contando historias dramatizadas de colarse en su cocina. Los pupitres sonaban bajo sus botas mientras reían. «Las mejores galletas de la historia», alardeaba Trevor, golpeándose el pecho. Pero a mitad de la clase de álgebra, algo le revolvió el estómago.