Pero no fue así. A la hora de cerrar, Lila seguía sin comer. No había limpiado el polvo ni socializado. Ni siquiera había seguido a la manada cuando la llamaron para las revisiones nocturnas. Hicieron falta tres cuidadores y media caja de productos para convencerla de que entrara, e incluso entonces seguía mirando a través de las puertas del establo hacia ese mismo rincón lejano, como si se resistiera a dejarlo desatendido.
María terminó su turno inquieta. Envió un mensaje al equipo veterinario para que mantuvieran a Lila en observación a la mañana siguiente. Tal vez un dolor de muelas, tal vez una infección en ciernes, tal vez algo hormonal, había explicaciones para todo.