Los ojos se me llenaron de lágrimas. Recordé las múltiples visitas a la clínica de fertilidad, los formularios, la forma en que Martin me había apretado la mano cuando aceptamos el anonimato del donante de esperma. Habíamos prometido no preguntar nunca, ni saberlo. Y aunque se lo habíamos contado a Nora cuando cumplió quince años, nunca imaginamos que ella o nosotros conoceríamos al hombre cuya contribución habíamos enterrado bajo el amor y el silencio.
La mandíbula de Martin trabajó en silencio antes de que finalmente murmurara: «Y tú… ¿por qué la conociste en secreto? ¿Por qué no acudiste a nosotros?» Su voz oscilaba entre la acusación y la súplica. Graham finalmente levantó la mirada. «Porque ella es adulta y me pidió que honrara su paso. Y porque sabía que esto no era mío para anunciarlo»