El recibo ascendía a diez dólares. El hombre pagó en efectivo -dos billetes y un lacónico «quédese con dos»- antes de levantarse. Pero justo cuando se daba la vuelta, una de las chicas volvió a su asiento y añadió silenciosamente siete dólares y once céntimos a la propina. El importe final de la propina: $9.11.
Andrew vio cómo ella se quedaba mirando la cuenta durante un instante y luego a él. Sus ojos no parpadearon. No se inmutó. No sonrió, no le dio las gracias. Sólo una mirada deliberada entre el dinero y su cara. Luego se levantó y los tres salieron.
Él se quedó helado. Algo se le retorció en el estómago. El número permaneció en su mente, inquietante por su precisión. Nueve-uno-uno. No era una propina, era un mensaje. Y cuando ella le miró, no mostró miedo. Era una petición silenciosa y desesperada: Haz algo.