El lobo llevaba tres días sin moverse. Permanecía rígido a la orilla del río, con el pelaje enmarañado por la lluvia y los ojos fijos en la tierra bajo sus patas. Los aldeanos se acercaban susurrando enfermedades o maldiciones. Sin embargo, el Dr. Adrian Cole, veterinario local, no podía apartar la mirada.
Había visto antes animales salvajes heridos y acorralados, pero nunca esto: un depredador supremo que rechazaba la comida, ignoraba a su presa e incluso a los humanos. Algo lo ataba allí, silencioso e invisible. Por la noche, la corriente del río arrastraba débiles gritos, y a Adrián se le aceleraba el pulso cada vez que se esforzaba por oírlos.
A la mañana siguiente, las costillas del lobo le oprimían la piel. Aun así, no se iba. Adrian sabía que se le estaba acabando el tiempo para actuar, ya fuera por la bestia o por cualquier secreto que se ocultara bajo su vigilia. Recordó el primer día que la vio..