Más arriba, unos prismáticos captaron el destello de una aleta dorsal. «¡Tiburón!», gritó alguien con la voz tensa por el miedo. La revelación recorrió la cubierta. El pánico dio paso a una claridad aterradora. Quizá Nathaniel no había sido devorado. Tal vez algo más lo retenía bajo las olas. Sin embargo, ese conocimiento no dejaba claro el camino a seguir.
Los guardacostas idearon un plan arriesgado. Atraerían al tiburón con redes de peces, con la esperanza de distraerlo el tiempo suficiente para atraer a las ballenas hacia ellos. Si Nathaniel seguía vivo, rezaban para que se abriera el grifo. Pero el momento tenía que ser exacto o el desastre sería inevitable.