Walter pasó por encima de la cinta de precaución y avanzó rápidamente. Cavó agujeros poco profundos y desiguales, lo suficiente para que el latón brillara bajo la primera capa de tierra, pero sin desaparecer por completo. Unos pocos aquí, otros pocos allá. Trabajó metódicamente, hundiendo los casquillos en la tierra y apisonándola con la palma de la bota. El suelo estaba frío y olía a aceite y hormigón húmedo.
Cada vez que un ave nocturna gritaba, su pulso se aceleraba. Cuando terminó, se quedó de pie al borde de la fosa, respirando con dificultad. Tenía los guantes húmedos y la camisa pegada a la espalda. Miró el suelo removido, el tenue brillo del latón bajo la luz de la luna, y se susurró: «Ya basta»