Podía quedarse. Podía irse. Pero, por primera vez, sintió que la decisión era suya. A la mañana siguiente, Elise se despertó antes del amanecer. La casa estaba en calma. No se oían gemidos en el suelo, ni el viento golpeaba las contraventanas. Sólo la luz que se colaba suavemente por las persianas, como si el mundo intentara no despertarla demasiado pronto.
Preparó café y se quedó descalza en la cocina, mirando al patio. La niebla se disipaba. Pensó en el desván. Las cajas. El peso de todo. Y cómo, de alguna manera, había empezado a sentirse más ligera. No porque nada hubiera cambiado, sino porque por fin había mirado.