En un momento dado, encontró una foto suya de cuando tenía doce años, sentada en los escalones del porche, con un gato de cerámica agrietado en el regazo. Debía de ser suya. No recordaba que tuviera una cámara. Su pulgar se posó sobre la foto, insegura de si debía conservarla o tirarla. La guardó.
Al tercer día, la amargura empezó a invadirla. No había dejado ni una carta. Ni una. Ni palabras finales. Ninguna explicación. Sólo la casa y una llave del ático. Hace un mes, había estado viviendo su vida, una vida apretada, claro, pero una vida con correos electrónicos y alquiler y un sofá demasiado pequeño y cenas congeladas y el silencio que ella eligió.