Al volver a la cama, Gwen se acurrucó bajo la manta y parpadeó para contener unas lágrimas repentinas. El peso de la amabilidad se hundió en su pecho. No esperaba que nadie la cuidara así, especialmente Elizabeth. Y, sin embargo, allí estaba. Gwen se sentía casi inmerecida.
Se quedó tumbada, somnolienta, esperando a que la medicina hiciera efecto. La luz que entraba por las cortinas era suave. Justo cuando se estaba quedando dormida, Elizabeth entró en la habitación con un montón de papeles. «Lo siento», dijo. «Son facturas de los proveedores, sólo necesito unas firmas»