Los hombros del agente se hundieron. Exhaló, el borde de la ira se suavizó en algo más cercano al respeto. «Cabrón testarudo», murmuró, sacudiendo la cabeza. Luego, inesperadamente, soltó una carcajada. Daniel rió también, liberando el miedo de toda una noche. Se cogieron de la mano, firmes y seguros.
Por la mañana, las sirenas ya no sonaban. Los periodistas se habían retirado y el sumidero estaba sellado con barreras. Daniel se sentó en el porche con Claire, los niños se revolcaban por la hierba y las risas volvían al patio. Su casa tenía cicatrices, pero era suya. Y esta vez, la tierra les había devuelto la seguridad en lugar de quitársela.