En el coche, ajustó el espejo retrovisor dos veces y luego una tercera. La costumbre parecía tranquilizarle, un pequeño ritual para demostrar que el mundo funcionaba bien cuando se miraba desde el ángulo correcto. Evelyn observó sus manos y vio en ellas una amabilidad plasmada en un control heredado.
La carretera se desenrolló y los campos se desdibujaron ante ellos. Sus hombros se mantenían rectos como si un interruptor, en algún lugar detrás de sus costillas, permaneciera encendido. Evelyn apoyó la cabeza contra la ventanilla y comprendió: las correcciones en casa no eran sobre suciedad o modales. Eran la coreografía de la disciplina enmascarada como amor.