Elías se apoyó en la consola, con el corazón acelerado, cada crujido del metal sonando como el último. Cada segundo parecía robado. Los guardacostas tenían minutos para llegar, o el barco enterraría sus secretos, y a ellos con él.
El rechinar del acero contra la piedra se hizo más fuerte, sacudiendo el puente como un terremoto. Elías agarró a Callen por debajo del brazo. «No podemos quedarnos aquí. Muévete» Juntos salieron tambaleándose hacia la tormenta, con la lluvia azotándoles la cara y el viento cortándoles como cuchillos.