Una ola golpeó el esquife, sacudiéndole. Se estabilizó, apretando con fuerza la cuerda contra el casco hasta que el balanceo disminuyó. Sobre él, la cubierta del carguero se extendía como una promesa sombría. Pensó en la figura que le saludaba antes, que ya no estaba, pero que tal vez seguía allí, esperando. «Allá vamos», se susurró a sí mismo, con la voz perdida por la tormenta.
Tensó la cuerda, apoyó la bota en el metal resbaladizo y comenzó a subir. Cada tirón le quemaba los músculos, la lluvia hacía que cada movimiento fuera una apuesta. La cuerda estaba tensa, le dolían las manos y el agua le caía por el cuello. Sin embargo, con cada paso que daba hacia arriba, la sensación de misterio tiraba de él con más fuerza de la que podría hacerlo el miedo.