Al día siguiente, cuando Milo entró por fin en su habitación, todo era distinto. Se dirigió directamente a su cama, se detuvo y se sentó con cuidado a su lado. No la empujó ni le pidió que le diera una palmadita. Se limitó a observarla, alerta y quieto, como esperando una señal que sólo él podía oír.
Desde entonces, siempre eligió su habitación. Si los adiestradores intentaban guiarle a otro lugar, tiraba hacia la puerta de Lily hasta que cedían. Sus visitas no eran juguetonas como las de los demás; permanecía quieto, tenso, concentrado. Cada sonido que ella hacía parecía anclarlo en su sitio.