Su mirada no era hostil. De hecho, parecía… tranquilo. Algo había cambiado. Su cuerpo estaba más suelto, menos enroscado. El pánico salvaje que había visto antes había desaparecido. A Maya se le apretó el pecho, sin saber si de alivio o de incredulidad. Esperaba que huyera. Pero no lo hizo.
Entonces el perro ladró, agudo y repentino. Maya se estremeció y retrocedió instintivamente. El corazón le volvió a dar un vuelco. ¿Lo había interpretado mal? ¿Le estaba avisando ahora? Pero el perro se dio cuenta de su vacilación. Se detuvo, parpadeó y bajó la cabeza con un gesto lento, casi cuidadoso. Como si lo entendiera.