Maya tenía setenta y dos años, era obstinadamente independiente y estaba perfectamente satisfecha viviendo sola en su pequeña y desgastada casa a las afueras de la ciudad. Los vecinos la llamaban «pintoresca», y lo era, con hiedra en las barandillas del porche y macetas desparejadas que se negaba a cambiar. Todo lo que había dentro tenía su sitio, y a ella le gustaba así.
Aquella mañana, la cocina olía ligeramente a tostadas y mermelada. El cielo estaba sombrío, de un gris que hacía que los árboles parecieran más planos y los caminos más silenciosos. Maya se movía en zapatillas, canturreando sin darse cuenta, friendo un solo huevo en la sartén mientras la lluvia amenazaba en la lejanía.