Vincent siempre había creído que la vida era para devorarla, no para medirla. A los 49 años, seguía viviendo como un hombre sin nada que perder. El sol, la música y la bruma nocturna de Ibiza le envolvían como a un viejo amigo. De día servía mesas y bailaba a la luz de la luna.
Las normas nunca le habían importado demasiado. Establecerse, pagar una hipoteca, criar hijos… eran jaulas que otros se construían. Vincent había flotado por ciudades, países, décadas, en una nube de fiestas y noches empolvadas. Llevaba su libertad como una insignia. Pero últimamente, había empezado a deshilacharse.