Aquella noche se pelearon como extraños. Vincent le suplicó, le rogó que considerara otras opciones. Pero Linda no cedió. «Son nuestros, Vincent», dijo. «Todos ellos.» Pero aún no eran suyos, no realmente. No podía verse a sí mismo en el caos que ella abrazaba. Así que antes de que saliera el sol, hizo la maleta y desapareció.
Ahora, sentado en aquella silla de plástico que crujía en su apartamento de Ibiza, Vincent abría Facebook con dedos temblorosos. Su corazón latía con fuerza al teclear su nombre: Linda McIntyre. Esperaba que lo hubiera superado. Tal vez no lo había hecho. Pero una parte de él -una parte que había pasado décadas intentando silenciar- necesitaba desesperadamente saberlo.