Por fin, asintió bruscamente con la cabeza y se marchó, con la inutilidad oprimiéndole los hombros como un peso. Arthur caminó lentamente por el césped, cada paso más pesado que el anterior. Aún tenía la botella en la mano, fría y húmeda, aunque casi había olvidado que la sostenía.
Sus palabras resonaban en su cabeza, más agudas con cada eco: No vengas a culparnos. Quizá eran niños. No era sólo negación. Era rechazo. No le habían mirado como a un vecino, ni siquiera como a un hombre merecedor de respeto, sino como a un viejo incordio al que había que apartar.