La mente de Jenny gritaba. Esto era ridículo. Ella era profesora, no ladrona. Pero en ese momento, atrapada en el bullicio de la comisaría, rodeada de agentes que creían haber atrapado a un delincuente, su voz se sentía pequeña e insignificante. Estaba en estado de shock e incredulidad. ¿Cómo había podido salir tan mal la noche?
En la sala de interrogatorios, estéril y poco iluminada, Jenny estaba sentada frente a tres agentes de rostro severo. Sus ojos estaban fijos en ella, llenos de escepticismo. «Háblenos de estos artefactos», empezó uno de los oficiales, con tono acusador. Jenny percibió la incredulidad en su voz incluso antes de hablar.