Permanecieron hombro con hombro en la barandilla mientras la criatura se acercaba. No se detuvo. No se desvió. Se acercó como si los conociera, como si el pesquero fuera un faro que hubiera estado buscando. Entonces el oso alcanzó el casco y se irguió, con el agua cayendo de su pelaje enmarañado.
Una sola pata golpeó el acero. Los miró fijamente, no con amenaza ni con hambre, sino con algo totalmente distinto. Elías sintió que se le secaba la garganta. «¿Qué demonios quieres?» Susurró Henrik. Pero el oso no respondió. Se limitó a esperar.