Un día llegó a casa de sus padres sin avisar, con su bebé a cuestas. El aire estaba cargado de palabras no dichas. «No lo niegues más», dijo, con la voz entrecortada. «Dime la verdad sobre esta cicatriz» El rostro de su madre palideció. Su padre apartó la mirada, la mandíbula tensa, el silencio más fuerte que cualquier respuesta.
Las manos de su madre temblaban mientras cogía la manta del bebé, ganando tiempo. Por fin se le quebró la voz. «Cuando tenías tres años, estuviste a punto de morir. Se te rompió el apéndice. Te llevaron rápidamente al quirófano… Eso fue antes de…» La confesión nerviosa cayó como una piedra en el agua, ondulando a través de ella, pero había más.