Fue hace dieciocho inviernos, en un apartamento estrecho que olía ligeramente a moho y pasta hervida. Mara tenía diecinueve años y estaba sola, el tipo de soledad que carcome los huesos. Había cargado con algo más que el alquiler y las facturas de la compra: había cargado con una vida.
El collar era una reliquia familiar que había pasado de generación en generación. Su madre se lo había regalado un año antes de dar a luz, cuando cumplió la mayoría de edad. Su madre le había dicho que el collar apenas valía su peso.