Volvió a tropezar y su pie se enganchó en otra raíz. Esta vez no tuvo fuerzas para detener la caída. Golpeó el suelo con fuerza y se quedó sin aliento al aterrizar en un parche de hojas húmedas. Por un momento, se quedó allí, jadeando, mirando el enmarañado dosel de ramas que lo cubría.
Su cuerpo gritó en señal de protesta cuando volvió a ponerse de rodillas. Le dolían las piernas, los brazos, los pulmones. Estaba muy cansado. Las ganas de tumbarse, de rendirse, eran casi abrumadoras. Pero no podía. Todavía no. El trueno seguía ahí fuera y George no se iba a ir a casa sin él.