Lucas había atribuido su comportamiento a la extrañeza: esos toques persistentes, las preguntas silenciosas, la forma en que ella merodeaba cerca de sus cosas. Le había inquietado. Pero lo que él había confundido con algo espeluznante había sido algo totalmente distinto: una madre desesperada, buscando a tientas una forma de confirmar lo que su corazón ya le gritaba que era cierto.
Kiara no había sido suave. Había sido torpe, frenética bajo la superficie. Sus instintos le decían que era él -su bebé, su Lucas-, pero los instintos no se sostendrían ante un tribunal, no convencerían a su marido ni le harían recuperar veinte años robados. Necesitaba pruebas. Pruebas que pudiera sostener, mostrar y gritar si era necesario.