El león no se movía. Día tras día, yacía apretado contra la esquina más alejada del recinto, con su melena dorada opacada por el polvo y la negligencia. No tocaba la comida a menos que se la echaran delante, e incluso entonces comía poco. Cada hora que pasaba, sus fuerzas parecían desvanecerse.
Los cuidadores susurraban en tono entrecortado, debatiendo sobre la sedación, con voces llenas de urgencia. Algo iba mal. Sus costillas habían empezado a asomar bajo su piel y, lo que era peor, una hinchazón le empujaba el costado, un bulto antinatural que dejaba intranquilo incluso al más experimentado de ellos. El rey de la manada parecía destrozado.
Los visitantes se reunieron junto al cristal, con una charla apagada y sonrisas vacilantes. Los niños hacían preguntas que sus padres no podían responder. Entre ellos, un niño se acercó con sus pequeñas manos apoyadas en la barrera. Su voz apenas era un susurro, pero atravesaba el silencio. «Papá… ¿por qué no se levanta?»