Una ráfaga de movimiento estalló entre ellos, el leopardo saltó libre, aterrizando con fuerza, azotando con la cola. El hombre retrocedió a trompicones, gritando de asombro. Catherine echó a correr. Las ramas le azotaban los brazos, su respiración era rápida y entrecortada. Detrás de ella llegó el sonido del caos: un grito, un choque, un gruñido que parecía sacudir el suelo. Luego, otro sonido se acercó.
Miró por encima del hombro. El leopardo la seguía. Irrumpió entre la maleza como un fuego viviente, con los ojos muy abiertos y los músculos agitados por la confusión y la furia. Tenía las orejas gachas, la cola agitada, el lenguaje primitivo de una criatura que ya no sabía en quién confiar.