Lisa sonrió. «No te alejes demasiado», murmuró por costumbre. Una brisa agitó los árboles. Lisa se volvió para coger el móvil de la mesa, sólo para ver la hora. Y entonces… silencio. Ningún maullido. Ni pasos por el patio. Ni el tintineo del cascabel que Lisa había atado sin apretar al cuello de Nina.
Sólo el viento moviéndose perezosamente entre las ramas. Frunció el ceño y dio un paso adelante. «¿Nina?» No hubo respuesta. Caminó hasta el borde del césped. El patio se inclinaba suavemente hacia una delgada línea de arbustos que separaba su propiedad de la parcela desatendida del vecino. «¡Nina!», volvió a gritar, esta vez más fuerte. Seguía sin haber nada. Lisa se agachó. «¿Cariño?»