Daniel no era más que otro hombre agotado, tratando de no desmoronarse en público. Y ahora estaba aquí, recibiendo repetidas patadas del hijo de un desconocido en un tren por el que había pagado un billete extra, porque pensaba, ingenuamente, que se merecía un poco de tranquilidad. Otra patada. Esta cayó como un signo de puntuación al final de sus pensamientos.
Volvió a girarse, esta vez más bruscamente, y miró hacia atrás por encima del asiento. El chico seguía dándole. Golpe, golpe, golpe. Pero lo que le llamó la atención fue la madre. Ni siquiera fingía supervisar. Uno de los auriculares estaba fuera, colgando perezosamente de su oreja.