Evan esperó en el oscuro pasillo, dando un codazo a la puerta trasera lo suficiente para hacer sonar el pestillo. El tintineo metálico recorrió la silenciosa casa. Sonrió para sus adentros, imaginándose ya el sobresalto de Lara y las inevitables risas posteriores. Se suponía que era inofensivo, sólo un susto tonto.
Un fuerte grito ahogado le respondió, seguido de un golpe rápido y fuerte que no sonó para nada como un susto juguetón. Su sonrisa desapareció. Entró en el salón, esperando que ella saliera de detrás del sofá o de la puerta. En lugar de eso, la habitación permanecía inmóvil. La lámpara brillaba. Su taza de té a medio terminar esperaba. Pero Lara no estaba.
«¿Lara?», llamó, con la voz tensa. La puerta delantera estaba cerrada. La puerta trasera permanecía cerrada. Nada parecía perturbado, excepto su teléfono en el mostrador, la pantalla brillando con el número de emergencia a medio marcar que había tratado de llamar. Aquello le revolvió el estómago. Fuera lo que fuera lo que había oído, no le había parecido una broma. Había entrado en pánico y había huido.