Los vecinos observaban con morboso interés cómo Maggie se reunía con fideicomisarios y abogados. «Pobrecita», murmuró alguien. «La dejó para que recogiera los pedazos» La narrativa se endureció en el imaginario público: Daniel el reservado, Maggie la traicionada. Por dentro, ella sentía las palabras como puntos que tiraban de una herida que no se cerraba.
Por la noche, soñaba con un libro de contabilidad que se abría como una boca y se tragaba toda su vida. Se despertaba con la sensación del pulso de otra persona en la casa. Su vida había dado un vuelco y, a veces, no podía evitar sentirse amargamente enfadada con el hombre que la había abandonado.