Se conocieron en un atasco de la impresora. Ella se rió de sus maldiciones, desmontó la máquina en segundos y le entregó los documentos como si nada. Sus manos olían ligeramente a loción de lavanda. Recordó haber pensado -absurda e irreversiblemente- «Es ella. Me casaré con ella.
Una semana después, mientras tomábamos un café, ella le dijo que no tenía familia. Su voz era firme, pero las sombras detrás de sus ojos no coincidían con su pequeña sonrisa. Un accidente, le explicó, coches, fuego, últimas despedidas tragadas por las sirenas. Se había cuidado desde entonces. Y nunca había aludido al tema desde entonces. Lo que importaba era ella.