Ellen pensó en llamar a la policía o al hospital, pero se detuvo. ¿Qué iba a decir? ¿»Alguien está dejando bondad en la tumba de mi hijo»? Sonaba estúpido. Sin embargo, cada una de las palabras de aquel papel latía en su mente, tierna y desgarradoramente familiar. Lo apretó contra su pecho, incapaz de soltarlo.
Los días que siguieron se confundieron. Ellen se movía por ellos como bajo el agua, con cada sonido distante, cada luz tenue. Volvió a sentir el dolor en carne viva, despojada de la armadura opaca que el tiempo había construido. A veces, cuando la casa estaba en silencio, aún podía oír el débil eco de la risa de Sam. Era un recuerdo a medias, pero siempre inquietante.