Tras una extraña visita, una madre en duelo instala una cámara en la tumba de su hijo

Cuando David llegó, apenas le reconoció. Tenía el pelo ralo y canoso; la postura segura que ella recordaba había desaparecido. Llevaba el sombrero en ambas manos como un hombre en confesión. «Tienes buen aspecto», dijo con voz vacilante. «Deberías entrar», respondió ella, señalando hacia el salón.

Vieron las imágenes juntos. David se inclinó hacia delante, estudiando la imagen borrosa, con las cejas fruncidas. «No soy yo», dijo en voz baja. «Te lo juro, Ellen. Mira, la complexión, la altura… es alguien más pequeño» Su tono no era defensivo. Era cansado, sincero y extrañamente compasivo. La ira de Ellen vaciló.