Pero incluso mientras lo escribía, dudaba de sí misma. Nunca había sido sentimental, nunca le habían gustado los gestos. Aún así, ella no podía deshacerse del pensamiento. ¿La culpa podía cambiar tanto a una persona? Ellen miró la lista hasta que los nombres se confundieron. Ninguno de ellos tenía ya sentido.
En su casa reinaba la quietud habitual. La habitación de Sam permanecía intacta: maquetas de coches en la estantería, un puzzle inacabado sobre el escritorio. Se quedó de pie en la puerta de la habitación de su hijo, pensando en cómo David había insistido en empaquetarlo todo. Ella se había negado. Esto era todo lo que le quedaba de su hijo.