Finalmente, en un doloroso momento de confianza, el perro retrocedió lo suficiente. Manny deslizó los brazos por debajo del frágil cuerpo de la niña y la levantó. No pesaba casi nada. Era como si llevara un fardo de ropa.
Mientras corría hacia su coche patrulla, el perro trotaba a su paso, negándose a quedarse atrás, como si estuviera atado a la niña por un hilo invisible. Dentro del coche, cuando la calefacción se puso en marcha, los ojos de la chica se abrieron. Soltó un susurro débil y quebradizo: «Max…», antes de volver a caer en la inconsciencia. Manny supuso que se refería al perro.