Manny le preguntó su nombre en voz baja, con cuidado de no sobresaltarla. Ella vaciló, miró nerviosa hacia la puerta y luego susurró una frágil frase: «Él… me… encontrará» Las palabras salieron de su boca como una confesión. Se acurrucó más cerca del perro, enterrando la cara como si esconderse pudiera hacer que el peligro desapareciera por completo.
El terror que encerraba aquella simple frase golpeó a Manny con más fuerza que el frío del invierno. No era un miedo ordinario. Conllevaba recuerdos, advertencias y algo parecido a la resignación. Fuera quien fuera «él», ella había aprendido a temerle profundamente. Manny sintió que se reavivaba un viejo instinto que le instaba a proteger a los niños que no podían protegerse a sí mismos.