Los médicos decidieron en pocos minutos que había que eliminar el sedante. Elena preparó las vías intravenosas, ajustó los goteros y comprobó las constantes vitales de la niña. Su respiración era superficial ahora, sus labios pálidos como el papel. «Vamos a llevarla a cirugía», dijo el cirujano. Elena asintió, aunque sintió el peso de los ojos en su espalda.
A través del cristal, Valorian volvió a ponerse en pie. Podía sentir el cambio, la urgencia, el repentino torbellino de batas verdes. Cuando hicieron rodar la camilla junto a él, soltó un gruñido bajo y tembloroso que sonó más a confusión que a ira. «Tranquilo, chico», murmuró Elena. «Está en buenas manos. Ya has hecho tu parte»