El mastín los siguió por el pasillo, silencioso pero autoritario. Los de seguridad intentaron bloquearle el paso; emitió un profundo rugido que sacudió las costillas de Elena. «Que se quede», dijo ella con firmeza. «Él la trajo. Por lo que sabemos, podría ser su mascota» Los guardias dudaron, pero el perro no. Permaneció cerca, sin apartar los ojos de la camilla.
En la sala de traumatología, los monitores parpadeaban. Las manos de Elena se movieron por instinto: oxígeno, constantes vitales, mantas. El pulso de la niña era débil pero constante. Su boca se abrió brevemente para susurrar: «Perro… amigo» En el brazo le aparecieron moratones en forma de dedos. Fuera del cristal, el mastín estaba de pie, empañando la ventana con cada fuerte respiración.