Las puertas automáticas se abrieron con un suspiro, dejando entrar un torrente de lluvia y algo más pesado. Era un mastín inglés, calado hasta los huesos, que atravesaba el vestíbulo. A su espalda, tirada como una muñeca de trapo, había una niña que no tendría más de seis años. Elena Ward se quedó helada. Todo el mundo lo hizo. Lo que estaban viendo era imposible.
Durante un segundo, el hospital olvidó cómo respirar. Las patas del perro dejaron óvalos perfectos y embarrados en las baldosas. La mano de la chica colgaba inerte contra su hombro, con el pelo pegado a su cuello. Los ojos del mastín recorrieron el caos hasta que encontraron a Elena: firmes, atentos, casi suplicantes. Ella se movió primero.
«¡Gurney! Ahora» Su voz atravesó el silencio como una campana. Los enfermeros se pusieron en movimiento. El perro se detuvo cuando ella lo hizo, bajando con cuidado, como si entendiera cada palabra. Elena se arrodilló, los dedos temblorosos mientras buscaba en el cuello del niño. Piel caliente. Pulso débil. Gracias a Dios. «Llevémosla dentro», susurró.