Al mediodía, la policía estaba de vuelta en su casa. Las preguntas se sucedían, las mismas, en distintos tonos. «¿Cuándo la vio por última vez? «¿Por qué esperó para llamar?» «¿Estabais discutiendo?» Richard repetía la misma frase: «Fue sólo una broma. Una broma estúpida» Cada vez sonaba menos convincente.
Fuera, las cámaras esperaban. Los periodistas gritaban su nombre cuando cruzaba las puertas de la comisaría, con sus micrófonos como bayonetas. «Sr. Hale, ¿abandonó a su esposa?» «¿Dónde está ahora?» Su jefa de relaciones públicas le pidió espacio, metiéndole en un coche. «Mantenga la calma», susurró. «No digas nada.» Pero el silencio se sentía como la culpa.