Los aldeanos se percataron de su deambular. Más de una vez, Marta lo sorprendió merodeando cerca del rompeolas al anochecer y lo regañó por tentar a la suerte. «Serás el primero al que se lleve si sigues llamándolo», le advirtió. Él no dijo nada. La verdad era más difícil de explicar, no creía en su monstruo, pero no podía negar que había algo allí.
A medida que pasaban los días, la tensión aumentaba. Las redes volvían vacías la mayoría de las veces. Algunos decían que los peces se habían ahuyentado. Otros juraban que habían visto sombras demasiado grandes para pertenecer a ningún banco. Algunos jóvenes sugirieron trasladar los barcos más al norte hasta que pasara, pero los pescadores más viejos se negaron. «El mar es nuestro», gruñó uno. «Es esta cosa la que no pertenece»