Daniel se despertaba temprano casi todas las mañanas, saboreando la quietud antes de que sus hijos bajaran corriendo las escaleras. Le gustaba cómo Claire se movía por la cocina en esos minutos; el pelo suelto, el café humeante, la luz del sol colándose por las persianas. En aquellas tranquilas instantáneas, Daniel tenía la certeza de haber construido algo inquebrantablemente bueno.
El desayuno nunca era tranquilo. Ethan pedía sirope como si fuera un derecho humano, mientras Leo, tan decidido como siempre, volvía a volcar su taza. La risa de Claire suavizó el desorden, y Daniel se encontró riendo también, incluso mientras limpiaba la mesa. Era caótico, imperfecto y no lo habría cambiado por nada.