Las sirenas sonaban a todo volumen mientras los vecinos se apretaban contra las ventanas, esforzándose por echar un vistazo. En medio de la avenida Oakridge, Sahara permanecía inmóvil, con su pelaje dorado brillando bajo las farolas. Los rifles de la policía apuntaban con firmeza, pero nadie se atrevía a moverse. La voz de un niño perforó el silencio: «Me está mirando»
Los jadeos se extendieron cuando el león dio un paso adelante, con los músculos enroscados como muelles. La cámara de un reportero hizo clic, con un sonido inquietantemente fuerte en la tensa quietud. Los padres acercaron a sus hijos. Alguien susurró: «Se acabó» Pero Sahara no se abalanzó. Levantó la cabeza, los ojos en busca de algo que nadie entendía.
Tom Reyes atravesó la barricada agitando los brazos. «¡No disparen!», gritó. Todas las miradas se volvieron hacia él, el hombre que había criado al león desde cachorro. Su voz se quebró por la urgencia: «¡Por favor!» La multitud se quedó paralizada, entre el miedo y la incredulidad.